El pastor y autor Francis Chan contó que una vez un parroquiano se le acercó y le dijo: “No me gustó mucho el culto de hoy”.
Chan le respondió: “Pues qué bueno que hoy no te adoramos a ti”.
¿Chistoso? Sí. ¿Respuesta apropiada? Depende a quién uno le pregunte, pero a mí me gustó la respuesta. Me parece que es una respuesta con algo de verdad.
Muchas veces convertimos a la adoración en algo que tiene que ver demasiado con nosotros: Lo que a nosotros nos gusta, lo que nosotros preferimos, lo que nosotros queremos. Cuando no se hace lo que preferimos, reclamamos.
Como iglesia, perpetuamos el consumo de iglesia. A veces tenemos en cuenta estas quejas. Ofrecemos lo que creemos le gustará a la gente, en la esperanza de que se queden y sigan asistiendo. Cuando no volvemos a nuestra misión, nos convertimos en una iglesia llevada por las preferencias de la gente, en lugar de ser una iglesia con propósito. Terminamos trabajando para asegurar que a la gente le guste nuestra iglesia y las cosas que hacemos, en lugar de centrarnos en nuestro llamamiento de amar al prójimo y nuestra comunidad.
¿Qué se logra con la adoración?
Para mí, la adoración es colocar a Dios al centro del universo y priorizar mi vida de tal forma que Dios tenga la precedencia. Admito que a menudo mi vida necesita recentrarse regularmente ya que me gusta estar en control. Me gusta que las cosas ocurran se acuerdo a mi plan, mi agenda y mi voluntad. Si no me controlo, empiezo a comportarme como si yo fuera el centro del universo. Me veo como la persona a cargo porque me veo como si fuera Dios, como si el mundo se vendría abajo sin mí.
Pero la adoración rompe con esta forma de pensar. Rompe con una forma de actuar centrada en uno mismo. La adoración nos recuerda que Dios es Dios, no nosotros.
Aunque hay muchas tensiones que se derivan de reconocer que Dios está en control, también es algo tremendamente liberador. En el gran esquema de las cosas, no soy más que polvo que viene del polvo. El mundo existió mucho antes que yo apareciera y seguirá existiendo mucho después que yo. La adoración me recentra para pensar en quien soy y a quien le pertenezco.
Cómo es que ejecutamos, implementamos o practicamos este recentrarnos es un asunto de preferencias. ¿Pero importa cómo adoramos, siempre y cuando adoremos a Dios y nos descentremos de nuestro propio universo?
Argumentaría que la adoración no tiene por qué ocurrir siempre y necesariamente dentro del edificio de la iglesia. Con frecuencia las caminatas al aire libre con mi familia me recuerdan cuán pequeño soy y cuán grande es Dios. A menudo siento una presencia más grande que me rodea cuando salgo a andar en mi patinete por el vecindario. Una puesta de sol majestuosa iluminando el cielo de Texas es capaz de recordarme que no soy el Creador.
Lo cierto es que podemos y a menudo encontramos a Dios fuera del edificio de la iglesia. La iglesia no tiene el monopolio de la presencia de Dios, y jamás lo tendrá.
¿Es todo acerca de Dios y yo?
Sin embargo, no creo que la adoración sea un práctica solitaria. Si tomamos el camino de solo Dios y mi persona, nuestro viaje de fe quedará incompleto. Como ya mencioné, la adoración jamás tiene que ver con mi persona. Tampoco tiene que ver solo conmigo y mi Dios.
Siempre es acerca de Dios, tú y yo.
Cómo amamos al prójimo se relaciona directamente con cómo amamos a Dios. Y viceversa. De modo que, es imperativo que nos involucremos en una adoración comunal y corporativa con otras personas. Cuando nos reunimos juntos, siempre se nos recuerda que todos pertenecemos a la familia de Dios. Tú eres mi familia, y yo soy parte de ti. Estamos unidos por el amor que Dios nos tiene y el amor unos con otros.
Cierto, es posible que difiramos grandemente en nuestras opiniones, formas de ver el mundo, nuestra teología e ideología y sobre cómo hacer iglesia. Pero estamos unidos por el amor y la gracia de Dios que llena la reunión.
Estamos juntos aquí. Juntos. En el nombre de Dios. Esto es lo que celebramos.
Participamos en rituales como la Eucaristía que continuamente nos recuerdan del amor que Dios nos tiene y el llamamiento a amarnos unos a otros.
Un colega evangélico me preguntó una vez por qué nosotros no realizamos llamados a que la gente pase adelante al altar como su iglesia lo hacen con frecuencia. Le respondí: “Claro que tenemos llamados al altar, cada domingo”. El llamado se realiza cuando invitamos a la gente a participar de la Eucaristía.
Cada semana, invito a la gente a que pase adelante a la mesa del Señor para recibir el sacramento de la comunión, a fin de que recuerden que estamos aquí, que Dios está aquí, que son bienvenidos, que somos celebrados, que somos amados. Como lo dijo el Papa Francisco, “La comunión no es el gran premio que recibimos por ser perfectos, sino alimento para el hambriento. Todos estamos hambrientos”.
Al celebrar la Eucaristía juntos, reconocemos el hambre que está en todos nosotros, que todos tienen un lugar en la mesa de Cristo porque todos estamos hambrientos.
El reunirnos en el nombre de Dios y el recibir la Eucaristía nos descentra y coloca a Dios otra vez al centro de nuestras vidas, donde siempre debería estar. Se nos recuerda que Dios nos ama y nos invita a encarnar ese amor junto a nuestro prójimo.
Joseph Yoo se mudó de la costa oeste para vivir feliz en Houston, Texas, con su esposa e hijo. Sirve en Mosaic Church, Houston. Visite josephyoo.com.